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Cocina

Grecia: recuerdos de un salmonete

Especie. El tamaño del salmonete permitía deshacerse de las espinas fácilmente.

Especie. El tamaño del salmonete permitía deshacerse de las espinas fácilmente.

La cocina griega es una de las punteras del Mediterráneo oriental, a mi juicio con la turca y la libanesa; no es una cocina demasiado complicada, y se basa más que nada en la calidad de las materias primas. La verdad es que mis recuerdos gastronómicos griegos son buenos.

Es una cocina en buena parte heredera de la del imperio más dilatado en el tiempo de la historia: el Imperio romano de Oriente, lo que llamamos normalmente Imperio bizantino. Por otra parte, y por mediación de la cocina turca del Imperio Otomano, también han recibido influencia de otra cocina imperial, la persa. Tres ilustres predecesores.

Cuando se habla de cocina griega, en lo primero que suele pensar la gente es en la musaka, esa suerte de lasaña o milhojas en la que la berenjena es, con la carne de cordero, el ingrediente principal.

Pero hay más cosas, algunas de las cuales nos suenan lejanas, como los ‘dolmades’, las hojas de parra rellenas, bien de carne, bien de arroz u otros elementos. Nunca he conseguido encontrarles la gracia, aunque seguro que la tienen.

Pero a mí Grecia me sabe, más que nada, a pescado. Los griegos del período heroico, prehomérico, lo despreciaron; pero, con el tiempo, los cocineros griegos se ganaron justa fama por su buen tratamiento de los pescados, por otra parte abundantes en un país tan insular como el heleno.

Y, dentro de los pescados, me quedaré con los salmonetes. Ya me conquistaron la primera vez. Estaba yo en Atenas con motivo de unos campeonatos de Europa de atletismo en pista cubierta, que se disputaban en un flamante pabellón en El Pireo.

A la hora de comer, lógicamente, nos quedábamos allí, en el puerto (Mikrolimanos), en el que había multitud de restaurantes.

El carácter práctico de los griegos se percibía desde antes de entrar. A la puerta solía haber una especie de expositor en el que se podían ver todos los pescados disponibles, cada uno con su precio en una etiqueta (precio que era negociable).

Entonces, usted llegaba y señalaba el pescado que quería; era lo más directo, porque muy pocos saben el griego suficiente para nombrar esos pescados ni para regatear. Yo elegí un hermoso salmonete, de algo menos de medio kilo. Y me lo hicieron a la brasa.

La calidad del pescado, el dominio de las brasas y, también, el sencillo aliño, hicieron que aquel salmonete (y los que le siguieron otros días) fuera inolvidable.

Un aliño sencillo para el salmonete El tamaño del salmonete permitía deshacerse de las espinas fácilmente; mantenía los bocados que se encierran en el interior de su cabeza y, más que nada, en su hígado.

¿El aliño? Sencillamente, aceite virgen de oliva emulsionado con jugo de limón. Perfecto. Un vino blanco hacía los honores perfectamente.

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