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WhatsApp

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Grisbel Medina R.Santo Domingo

Aproveché la paradita del semáforo para avisarles por WhatsApp que estaba llegando. Estacionada, les avisé que en entraba en breve, pues era de rigor retocar el labial y empolvarme los cachetes. ¿Dónde estás? Preguntó la amiga impaciente. “Aquí afuera, ya casi entro”, respondí al timbrazo. Ahí me percaté que los mensajes no le llegaban, que algo pasaba con el canalito verde que tantos problemas ayuda a resolver.

Nos enteramos que WhatsApp falló en todo el mundo. Se fuñó la socorrida costumbre de estar en línea, de enojarme o sonreír sola, de escribir, de recibir. Luego vino el desahogo a través de otras redes sociales. La vasta audiencia de Facebook y Twitter se preguntaban ¿qué pasa con WhatsApp? Parecía que el señor WhatsApp era un gran pariente común, cuya desaparición les dolía a todos los dedos y corazones del universo.

Y también llegaron las bromas, aquellas que aludían a que sin WhatsApp “conocí a gente maravillosa, viven en mi casa y dicen que son mi familia”. Nada más cierto. Alguien confesó que gracias al estrellón del “guasá” pudo comer tranquila. Y es precisamente lo que ha substraído la plataforma: la facultad de disfrutar el presente, de saborear la comida, de amar y apreciar las cosas pequeñas e importantes del entorno.

Innegablemente este recurso tecnológico de comunicación resuelve situaciones, riega voces, impulsa procesos, es una autopista a gran escala para relacionarnos. El pecado es sustituirla por el ahora, por el dulce y transitorio presente.

Y que sea este el aprendizaje: que WhatsApp no tenga que desmembrarse para descubrir la familia que le acompaña, la amistad sanadora, los colores de la vida, el brillo de ciertas pupilas. Que sea WhatsApp un súbdito de nuestras necesidades no un amo con una legión de zombis esclavos. Hagamos la prueba.

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