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Drama de los niños viajeros

Son niños. Niños. Como tus hijas o tus hijos. Están ahora durmiendo en unas enormes jaulas para inmigrantes detenidos en la frontera de Estados Unidos con México. Vienen de atravesar México, un país que solo comparte nombre con el que vos, que a lo mejor has estado en Los Cabos o Cancún o la Ciudad de México o Guadalajara cuando hay Feria del Libro, conocés. Ellos entraron por Tapachula, en la frontera con Guatemala, una ciudad sórdida y muy peligrosa; y les tomó semanas caminar o montar la bestia por los más de 800 kilómetros que separan, en línea recta, la frontera sur mexicana del Distrito Federal. La Gran Ciudad de México. Casi nada conocieron esos niños. Ni siquiera un pequeño tour al Museo del Niño ni al Castillo de Chapultepec para que les dijeran que allí se firmaron los Acuerdos de Paz que dieron forma a El Salvador de la posguerrra, ese país del que vienen huyendo. Del D.F. ellos conocieron unos cuartos oscuros allá arriba (muy arriba) de Santa Mónica, pasando Satélite, donde ni se ve el resto de esa megalópolis, donde ni los taxis chilangos suben; o unos cuartos de azotea por las vías del tren. Esa fue su región más transparente, su albergue después del miedo, su parada de hidratación tras más de 800 kilómetros de un horror al que seguramente ni vos ni yo habríamos sobrevivido. Y caminaron otros 1,500 kilómetros hacia el norte para que apenas allí, pasando el río, comenzaran sus batallas en el desierto que fueron de verdad batallas y de verdad en el desierto. Como vos, yo tampoco tengo ni idea de lo que vivió durante las últimas cinco semanas ese niño guatemalteco del que apenas conocemos una foto de sus jeans, que fue todo lo que quedó fotografiable después de que lo encontraron muerto.

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